4.10.08

Jardines en el desierto

La soledad, de alguna manera, fue, es y será mi única compañera perpetua en mi racondo por este desierto llamado vida. Me une a ella una relación de amor y de odio. Amor cuando mis congéneres se unen para lastimarme y aparece ella con todas sus canciones profundas. Odio cuando esta misma soledad se entromete en mi alma, alejándome de todos aquellos que valen la pena.
Escapo de aquí como un animal herido que busca un clima más sano para que cicatrizen sus heridas, antes de que gangrenen por las risas hirientes de los criminales de la inmovilidad. Los miro una y otra vez, estancados en aguas putrefactas, y chapoteando alegres sin imaginar que el hedor de las ciénagas corrompe sus almas de tal manera que, sin conformarse con ello, tratan de arrastrarme en su delirio de cloacas abiertas. Es en instantes así que me siento orgulloso de no ser así, a pesar de llevar tanto dolor en esta mochila de recuerdos distantes pero todavía urticantes.
Escapo de aquí, con la soledad a mi lado como mi sombra. ¿Qué pequeños proyectos tendrán ellas dos para mí? Llevo todo lo indispensable para viajar un largo rato, sin ansias de volver algun día. En la oscuridad de la noche, como los delincuentes, sin hacer ningún ruido, me calzo la mochila en la espalda, miro a mi hermano menor de reojo, que duerme plácidamente, sin siquiera soñar en mi partida. Abro la puerta de la habitación, y no veo más que el pasillo principal oscuro. Toda una metafora. Pareciera que naciera de nuevo, pues camino despacio pero seguro por ese túnel oscuro, y siento ganas de llorar y gritar por todo lo que dejo atrás, conocido y vivido, pero hubiera deseado llorar más por la incertidumbre del mañana. Sigo a paso lento hacia la puerta de salida, con un nudo en la garganta. Sigilosamente, doy dos vueltas a la llave, y abro despacio la puerta. Me saco la mochila y la pongo en la vereda, para después poder pasar yo. Cruzo el umbral de la puerta, doy la vuelta, y delicadamente la cierro para no hacer ruido, y no despertar el escándalo. Vuelvo a ponerme la mochila, y camino hacia la ruta, mirando las estrellas de vez en cuando y llamando infructuosamente a los gatos noctámbulos que hacen de las suyas, con la complicidad de la noche. En el trayecto, no hago más que pensar en la esperanza de aminorar el dolor, y en mi cabeza, todavía suena esa canción de Cat Power. Las estrellas de la noche me convertian en polvo...

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